13 de octubre de 2019
Opinión
Ecuador: de la revuelta a la insurrección
Por Atilio A. Boron
Ya van diez días del
levantamiento plebeyo en Ecuador y la situación lejos de revertirse cobra
nuevos bríos. La toma de edificios públicos se generaliza: masas movilizadas de
indígenas, campesinos, capas medias empobrecidas y pobladores urbanos rodean el
Palacio de Carondelet, sede del gobierno ecuatoriano. y el edificio de la
Asamblea Nacional. Ayer se tomaron la sede de la misión del FMI en Quito,
ámbito donde reside “gobierno real” que tiene como su marioneta privilegiada a
Moreno.
El “estado de excepción” decretado por
su gobierno, luego de su cobarde huída hacia Guayaquil, no logró
desbaratar la ofensiva popular a la que se sumaron, en las últimas horas,
indígenas amazónicos que nunca antes se habían incorporado activamente a las
protestas que conmovieran al Ecuador en 1997, 2000 y 2005 y que culminaran con
los derrocamientos de Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad y Lucio Gutiérrez.
En toda crisis el papel de la prensa al informar o desinformar es de enorme
importancia. De hecho, el conflicto se presenta como si fuera una reacción de
los indígenas ecuatorianos, segmentando y subestimando la confrontación.
En realidad el rechazo al “paquetazo”
de Moreno atraviesa casi toda la estructura social: comenzó primero en las
ciudades: los transportistas y, de inmediato, estudiantes, maestros, la
militancia política opositora, ciudadanas y ciudadanos de Quito y (en menor
medida al principio) de otras ciudades. Poco después esta revuelta experimentó
un “salto cualitativo” con la arrolladora incorporación de las comunidades
indígenas y campesinas. Fueron éstas las que le otorgaron ese tono
amenazantemente plebeyo a la insurgencia que el presidente fugitivo y sus
compinches caracterizaron como la “revolución de los zánganos”, reflejando
nítidamente el talante racista del bloque dominante.
Antes, los paniaguados de Lucio
Gutiérrez también habían denigrado a las masas que, en el 2005, acabarían con
ese otro traidor y que fueran anatemizadas como una “revolución de
forajidos”. Hay cuatro rasgos que distinguen a la actual coyuntura
pre-revolucionaria de las revueltas anteriores: esta es muchísimo más masiva y
multitudinaria; tiene presencia en casi todo el país mientras que sus
predecesoras tenían lugar casi exclusivamente en Quito; su duración es mucho
más prolongada; y la brutalidad de la represión oficial es muchísimo mayor. Según
cifras oficiales ya hay cinco muertos a manos de las fuerzas de seguridad. Las
organizaciones sociales hablan de ocho o nueve y hay centenares de heridos
-varios de ellos en grave estado- y 1070 personas detenidas.
Además buena parte de los medios de
comunicación están bajo control oficial, los internautas que emiten noticias
contrarias al gobierno por las redes sociales están siendo bloqueados, líderes
y dirigentes opositores están detenidos o amenazados (por ejemplo, sobre Paola
Pabón, prefecto de Pichincha, pesa una orden de captura por instigación a
la violencia, sabotaje y terrorismo) y el presidente prófugo sólo produjo como
gesto de pacificación un mensaje por cadena nacional de 44 segundos (¡Sic!)
diciendo que está dispuesto a dialogar con los revoltosos. Parece harto
improbable que Moreno pueda volver a gobernar.
Técnicamente Ecuador se encuentra
acéfalo; el presidente sólo cuenta con la oportunista obediencia de las fuerzas
represivas y tiene el apoyo de algunos gobiernos -Trump y sus lacayos
regionales: Macri, Bolsonaro, Piñera, Duque, etcétera- y la obscena
complicidad de los medios hegemónicos. Pero esto no basta para normalizar a
un país paralizado. Acéfalo también porque la Asamblea Nacional no se reúne
–pese a la exigencia de los manifestantes- y su presidente declaró que si lo
hace, mañana, será para “aplacar los ánimos” y no para votar por la salida
institucional que contempla la Constitución del 2008 en casos como el actual:
la “muerte cruzada” de la presidencia y la Asamblea Nacional, y un llamado para
elegir presidente y asambleístas. Aparte de esto, la revuelta plebeya exige,
taxativamente, la derogación de las medidas adoptadas por Moreno bajo consejo
del FMI y tal cosa sería la campanada de la muerte para su gobierno.
En los próximos días la dualidad de
poderes propia de toda acefalía deberá resolverse. Lo más probable, a costa de
Moreno. La revuelta podría convertirse en insurrección y abrir
una nueva página en la historia ecuatoriana.
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